Es difícil moverse actualmente en terreno educativo sin tropezar constantemente con dos verbos que aparecen por igual en cursos de formación, en planes gubernamentales o en rótulos de direcciones generales: innovar y digitalizar. Deben contener la clave secreta para resolver todos los problemas de la educación actual, para fundir el hielo del desinterés de nuestro alumnado y para encauzar sus voluntades dispersas.
Sospecho -mis años me obligan a ello- que pasan por alto detalles menores, tal vez carentes de importancia, como los que revela Irene Vallejo hablando de la profesora de griego que tuvo en el instituto:
Pronto, la sorprendente Pilar rompió las alambradas de mi escepticismo. De aquellos dos años aprendiendo de ella, recuerdo el placer del descubrimiento, del vuelo, la asombrosa alegría del aprendizaje. Éramos un grupo tan pequeño de estudiantes que acabamos sentándonos todos alrededor de una mesa y formando corrillos como conspiradores. Aprendíamos por contagio, por iluminación. Pilar no se atrincheraba detrás de las declinaciones, las frías fechas y cifras, las teorías abstractas, los artefactos conceptuales. Era transparente: sin tretas, sin alardes, sin poses, nos descubrió su pasión por Grecia. Nos prestaba sus libros favoritos, nos contaba las películas de su juventud, sus viajes, los mitos en los que se reconocía. Cuando hablaba de Antígona, ella misma era Antígona; y cuando hablaba de Medea, nos parecía el cuento más terrorífico que jamás habíamos escuchado. Al traducirlas, sentíamos que las obras clásicas se habían escrito para nosotros. Olvidamos el miedo a no entenderlas. Dejaron de ser losas pesadas, impuestas. Gracias a Pilar, algunos de nosotros anexionamos un país extranjero a nuestro mundo interior.
Años después, cuando yo misma me he tenido que enfrentar al vértigo de una clase, he comprendido que hace falta querer a tus alumnos para desnudar ante ellos lo que amas; para arriesgarte a ofrecer a un grupo de adolescentes tus entusiasmos auténticos, tus pensamientos propios, esos versos que te emocionan, sabiendo que podrían burlarse o responder con cara de piedra e indiferencia ostentosa. (de “El infinito en un junco” de Irene Vallejo)
Amar
a tus alumnos y amar lo que les enseñas. Arriesgarte a desnudar el
alma -un poquito al menos- para invitarlos sinceramente a sumergirse
en mundos nuevos. Ambos verbos son imprescindibles para componer la
vocación de cualquier docente. Por último, descendiendo hasta un
terreno que, por más prosaico, no deja de ser igualmente necesario,
disminuir el número de alumnos por aula.
Aunque probablemente esté confundido y deba alejar estos desvaríos peregrinos que me apartan de la recta tarea: digitalizar e innovar.
4 comentarios:
Sí no fuera por las medidas Covid y composturas éticas, añadiría abrazar, e incluso dar alguna cariñosa colleja.
EL contacto es también fundamental, efectivamente. Aunque entramos en un terreno escabroso.
Gracias por pasarte por aquí.
Qué palabras más oportunas, que ahora casi ya se celebran, y es que será que andamos escasos de amor, de conocimiento, y de abrazos. ¡Muy buena entrada!
Así es David. Habrá que salir de esta escasez, ¡vamos!
Gracias por tus palabras.
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