El
lenguaje es la principal capacidad de nuestra especie, gracias a ella
podemos ordenar, manejar y transformar el mundo. Esta capacidad fue
generando distintas lenguas para diferentes grupos humanos, lenguas
que se concretan en el habla, habitada por palabras. Ninguna lengua
nació siendo herramienta para el manejo abstracto de lo real y ello
por dos razones: para los humanos no hay un mundo previo desfilando
ante nosotros a la espera de ser nombrado, sino que lo vamos
construyendo como tal. Si lo real no existía, se estaba comenzando a
perfilar, ¿cómo iba a ser nombrado? Además, y esto es decisivo,
¿de dónde habría surgido su conocimiento sin una lengua que
organizase el flujo de las experiencias? No sirve argumentar que
puedo tener experiencias de realidades cuyo nombre ignoro, porque
quien así argumenta ya posee una lengua y la habla, por lo tanto, ya
posee un mundo, aunque algunas partes del mismo le sean desconocidas.
Evitemos anacronismos, estamos tratando de remontarnos al origen
mismo del habla y la lengua, no proyectemos hacia atrás nuestra
realidad presente.
La
segunda razón, porque toda experiencia va acompañada de un estado
afectivo, tanto del individuo como del grupo, gracias al cual se le
irá otorgando un valor. Lo real nacía como una constelación de
valores surgidos de las vivencias y las emociones que estas
generaban. Debe quedar claro que la parte fundamental de las
vivencias no es la material, sino la afectiva que les
otorga relevancia; no se trata del hallazgo de comida o el encuentro
con un animal, sino de saciar el hambre o del temor provocado por ese
animal, es decir, de valores positivos o negativos, placenteros o
dolorosos.
La
poderosa memoria de nuestra especie proyectó hacia el futuro
vivencias pasadas de especial relevancia, dando así lugar al miedo,
pero también al deseo. Miedo a un dolor que puede retornar, como la
muerte de los próximos y la propia, o deseo de repetición de una
experiencia gratificante, como el hallazgo de comida sabrosa y
copiosa o el calor del sol en un día frio. Hoy podemos desear o
temer sin fundamento ni indicio alguno, porque podemos recordar de
modo conceptual y reflexionar sobre lo recordado, aunque los
conceptos vayan también ligados con afectos, miedos y deseos. En
nuestros orígenes era imposible todavía, puesto que se estaban
fundando las lenguas. Más bien sucedía que los indicios del dolor o
la enfermedad, lo mismo que del sol asomando tímido entre las nubes,
traían de forma vívida las pasadas experiencias a una mente poblada
de afectos y todavía carente de conceptos.
Otra
fuente de vivencias fundantes es la curiosidad que compartimos con
otros mamíferos, la cual motivó encuentros casuales, tanto
placenteros como dolorosos. La observación del interior de un hueso
y el juguetear con él debió provocar el placer de un sonido, la
degustación de comida propia de otras especies más de un
envenenamiento, y el asombro ante el fuego más de una herida y
también reconfortante calor.
Ligado
a la curiosidad, todo lo que se saliese de lo acostumbrado debió ser
fuente constante de perplejidad. Lo extraño y lo que contradice la
vivencia habitual, desde fenómenos naturales como un eclipse o una
lluvia anormalmente prolongada o torrencial, hasta el comportamiento
distinto de alguien, como el abandono, el engaño o la simpatía.
Especialmente este último tipo de experiencias nacidas, de la
convivencia con sus congéneres, fueron tan próximas y cotidianas que,
sin duda, resultaron más fundantes que las nacidas del contacto con
la naturaleza. Lo mismo en la curiosidad que en la perplejidad, es el
valor de la vivencia el elemento que les presta relevancia.
Por
tanto, las lenguas desde su nacimiento han sido el modo como
nuestra especie ha ido organizando las vivencias, tanto las de lo material envolvente como las referidas a
relaciones afectivas, al quedar todas
ellas investidas de un valor que se iba expresando mediante el
habla. A la vez, también ordenaban los fenómenos de ambas
esferas que resultaban fuente de perplejidad.
No
pretendamos que las lenguas y las hablas de nuestros antepasados sean
como las presentes, puesto que estaban originándose, ni que se trate
de una inmadurez necesaria en el tránsito a la adultez definitiva,
al modo de un evolucionismo positivista lastrado de hegelianismo.
Estamos tratando de describir la construcción del mundo humano, el
cual, no hace falta justificarlo, se ha ido complejizando a medida
que las experiencias se acumulaban y los posibles modos de pensar
iban tomando forma. Tampoco existe un isomorfismo entre la
adquisición de la lengua de un humano que nace dentro de un grupo
que ya la habla, y la aparición de las lenguas cuando estas aún
no existían. El niño que se está construyendo como hombre no
repite los pasos de la especie, aunque exista cierto paralelismo,
como no puede ser de otro modo.
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