Antonio Azorín, un
pequeño filósofo, nos confiesa:
“Vamos a partir; la
diligencia está presta. ¿Adónde vamos? No lo sé; este es el mayor
encanto de los viajes...
Yo no he podido ver una
diligencia a punto de partir sin sentir vivos deseos de montar en
ella; no he podido ver un barco enfilando la boca del puerto sin
experimentar el ansia de hallarme en él, colocado en la proa, frente
a la inmensidad desconocida.
Vamos a partir. ¿Adónde
vamos? No lo sé; este es el mayor placer de los viajes...”
Y, sin embargo, el viaje
da miedo. Un miedo velado que aflora como inquietud infundada,
comezón en las vísceras y una multiplicada lentitud en los
preparativos. La maleta nunca está completa; a punto de cerrarla
recordamos un objeto necesario o una ropa conveniente que debemos
meter. La abrimos otra vez y recolocamos su contenido para adecuar
los nuevos ocupantes o para desalojar los que, en ese momento, nos
parecen superfluos. Cuando -¡por fin!- vamos con prisa hacia el tren
o el autobús, surgen las decisiones equivocadas: ir caminando con un
tiempo tan justo; coger taxi con calles cortadas o desvíos por
obras; esperar el autobús urbano, que se retrasa ...
Pensaréis: “No
quieres viajar”, “Resistencia al cambio, plasmada en el viaje”,
“Miedo a lo desconocido”...
No, no es eso; si lo
fuese perdería con frecuencia el tren o el autobús, y sólo
recuerdo una vez que me haya sucedido esto. Deseo el viaje tanto como
lo temo; los retrasos son un juego inconfesado, una apuesta
arriesgada que se desea ganar, como toda apuesta, y en la que el
inconsciente calcula siempre más certeramente que la conciencia.
Hubiera deseado ser como
Antonio Azorín, porque -estoy seguro- sentía gran temor, por eso
ocultaba su miedo inconsciente lanzándose de cabeza, para no dar
tiempo a sentirlo en sus entrañas.
Hay también, como
sucedía a mis padres, el mayor placer en partir rumbo a lo conocido,
considerando los viajes algo agradable, sí, pero superfluo; una
posibilidad entre las muchas que la vida ofrece, situada muy abajo en
su orden de prioridades.
Si el miedo al viaje es
miedo a lo desconocido, a la novedad, al cambio, no es menos cierto
que el deseo compulsivo de viajar suele esconder miedo al compromiso,
al enraizamiento, a enfrentar lo cotidiano.
En occidente ¿quién no
viaja hoy por vacaciones?, ¿quién no hace turismo? Mas estos viajes
frecuentes del turista esconden, además, miedo al aburrimiento,
espantado con la ilusión del cambio, de la aventura. Y, sin embargo,
reproducen lo cotidiano en una realidad falsificada, de cartón
piedra, en la cual repetir sus costumbres sin dificultad. El turista
quiere un cómodo transporte, que le hablen su idioma, que le den sus
comidas y bebidas habituales, su confortable habitación, ... En
suma, que cambien, por un módico precio, el telón de fondo de su
rutinaria cotidianeidad. Sus destinos tampoco son desconocidos, los
han visto en folletos, en programas de la tele, se los han
recomendado sus conocidos.
¿Dónde queda el
encanto inquieto de Antonio Azorín?
Tal vez mis padres no
andaban descaminados.
2 comentarios:
Muy buena entrada. Muy sugerente. Parece el prólogo de una filosofía del viaje, o del camino. Al hilo de ello son muy recomendables "Andar. Una filosofía", de Fréderic Gros; y "Elogio del caminar", de David Le Breton.
Conviene hablar de "vivencias del viaje" más que de viajes, de caminos más que de metas. Las palabras de Antonio Azorín sugieren la figura romántica del aventurero que, desprovisto de "esa pesada carga del yo", no tiene nada que perder y mucho que ganar. Encuentra placer en la vivencia del aquí y ahora, porque es su única realidad. El no saber adonde va es, cada vez, el inicio de un nuevo renacimiento. Vivir renaciendo es su forma de vida. ¿Miedo al enraizamiento o deseo de no echar raíces? El turista, sin embargo, como bien apuntas, es ya un producto, un resultado. Uno no nace siendo turista, sino que te hacen ser turista. La disyuntiva entonces es acomodarse o renunciar al molde, pero sin dejar de estar sujetos a la exhortación a "hacer turismo".
Abrazos
Hermosa vida y envidiable la de "vivir renaciendo". Una vida siempre en marcha, siempre surgiendo. Y como dices, en las antípodas del turista.
A tu disposición como prólogo, en tus manos dejo la obra.
Habrá que leer a Gros.
Gracias, por tus palabras.
Publicar un comentario