Con
frecuencia he creído entender significados que la perspectiva de los
años me ha mostrado bien distintos. He caído en la cuenta de que la
vivencia propia, en primera persona, arroja una luz a la comprensión
que nadie, salvo ella misma, puede conceder. El tiempo y su
transcurrir, enigmáticamente desigual a lo largo de la vida,
pertenece a estos significados huérfanos de maduración.
Vladimir
Jankélévitch me enseñó que la novedad del instante, bisagra del
presente, construye el fluir temporal humano. Pero ha sido este mismo
fluir el maestro que ha logrado hacerme articular informaciones
prestadas y vivencias propias.
Es
la novedad quien construye mi vida y la hace mía, mi biografía. Mas
toda novedad depende, en primer lugar, de quien la vive, y la vida de
la infancia es tan menesterosa como insaciable de experiencias. Un
torrente casi continuo de novedad nutría mi construcción, y ni
siquiera mis juegos preferidos, mis canciones familiares, o mis
meriendas favoritas, lograban trazar una sombra de monotonía en el
transcurrir de días largos, hechos de instantes fugaces. El tiempo
resultaba, incomprensiblemente, tan grande en la espera de lo
anhelado, como diminuto en las actividades que me ocupaban. Incluso
las horas de hastío (acompañadas de moscas machadianas) eran largas
no por su transcurrir mismo, sino por la tardanza del futuro deseado,
que solía ser -con frecuencia- hacerme mayor.
La
monotonía y el aburrimiento tan sólo han sido posibles al crecer,
cuando por fin me he hecho adulto y he invertido la relación (aún
no se cómo): ahora la sucesión de instantes resulta
insoportablemente alargada, y sin embargo, al mirar atrás, me
sorprenden los años transcurridos. La luz se encendió cuando me
convertí en trabajador, no solo de los meses del verano, sino
continuado, y un día “el calor, el hastío, la fatiga le revelaban
su maldición, la del trabajo estúpido que daba ganas de
llorar, cuya monotonía interminable consigue hacer que los días
sean demasiado largos y la vida demasiado corta.” (Camus: el
tercer hombre).
Me
explico así porqué cuanto más cerca de mi niñez el tiempo se
estiraba, preñado de largas semanas e inmensos años, y cuanto más
próximo a mi adultez (e incluso ya a la vejez) más se me encoge.
El
viajar me lo confirma: cuando viajo a un lugar nuevo, aunque sea tan
sólo por una semana, los días son fugaces, plenos de novedad y
carentes de aburrimiento. Pocos días después del regreso aquella
semana se me antoja un período dilatadísimo, como si el viaje
hubiera durado meses. Sin embargo, si esa misma semana la empleo en
hacer apenas nada, los días monótonos se alargan, empapados de un
tedio taciturno, y cuando vuelvo la vista me parece que comenzó ayer
mismo.
Primo
Levi y Victor Frankl vivieron semanas fugaces compuestas por días
interminables. Cada jornada, monótona, indiferente e indiferenciada,
reducida a continua lucha por la supervivencia, carecía para ellos
de novedad alguna y, en consecuencia, era como si no transcurriese.
Estas vivencias experimentadas dentro del espacio vacío,
inhabitable, de los campos de exterminio, muestran un helador extremo
del transcurrir temporal: la cristalización del presente, donde ni
siquiera cabe el tedio. Porque la falta completa de futuro no daba
lugar al aburrimiento, sino que dejaba paso, bien a una absoluta
desolación, como sucedía a los “musulmanes”, bien a una
obstinada y mecánica supervivencia.
Me
desazona, sobre todo, barruntar que este extremo puede darse, aunque de
una forma amable, en la vida de cualquiera; en la tuya y en la mía.
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7 comentarios:
Epifanías de andar por casa, sin demasiado brillo, pero atentos a los continuos enigmas cotidianos. Algunos muy gratos, como la camaradería filosófica. Gracias Enrique y disfrutemos con lo que somos.
Te recuerdo grato compañero, que la cotidianidad es precisamente el campo de juego de la filosofía del siglo XX, por lo menos en Heidegger y en Wittgenstein. Ambos insisten en persuadirnos de que no existe lo cotidiano en sí salvo como ocultación o juego rutinario (no necesario) de la epifanía, de la creatio continua: el fuego abrasador heracliteano (esto lo digo yo) que usa el filósofo alquimista para transformar con su mirada el mundo entero, para re-sacralizarlo a su manera. Mi anterior mensaje era una manera judeocristiana de decir que si la experiencia de nuestra cotidianidad no permite de vez en cuando momentos de arrobamiento entonces no estamos siendo filósofos. Y yo me incluyo el primero.
Un filósofo del cual me he ocupado, Vladimir Jankélévitch, -judío, por cierto- precisamente se ocupa de la cotidianidad humana y nos califica como actores crónicos (actor, especialmente, en el sentido de hacer, es decir, creador) y espectadores intermitentes (la conciencia, especialmente la filosófica). También nos avisa del riesgo de aburrimiento vital que contrapone con la aventura del instante.
Salud
Excelente entrada. Lo mejor creo es no tener tiempo para aburrirse, pero dando ocasión para el aburrimiento. Creo que es bueno hastiarse, siempre y cuando no nos quedemos ahí, en ese estado, y rompamos con él, ya sea buscando la novedad o sumergiéndonos en una reflexión sobre el aburrimiento mismo. Está muy bien escrita y me ha resultado muy sugerente tu reflexión, como siempre. Saludos. David
Estoy de acuerdo en casi todo, David. Jankélévitch habla del tedio y apunta, como tu haces, líneas de salida de esa situación bloqueante. Te recomiendo un libro suyo: "La aventura, el aburrimiento, lo serio"
En lo que ya no estoy tan de acuerdo es en tus loores; además, acabaré creyéndolo.
Gracias y salud.
Gracias por la recomendación. También desarrolla el tema Byung- Chul Han en La sociedad del cansancio. Saludos
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