27 de junio de 2013

simples bacterias


El domingo vi un programa en televisión sobre las consecuencias de los recortes en ayudas a la dependencia. Hablaban afectados, con sus historias pequeñas, comprensibles y cercanas. Hablaba también un miembro de la Comisión de Dependencia del Congreso y el director general del IMSERSO, defendiendo ambos la necesidad de las medidas aplicadas. Se que también tienen una historia humana, pero me resultaba incomprensible, alejada. El mismo contraste de historias encuentro en la educación, la compra de vivienda, la sanidad, las pensiones, la aplicación de la justicia … Historias que me han despertado, una vez más, el choque entre sacrificados y sacrificadores. Unido a una inevitable pregunta, que me asalta desde hace tiempo: ¿cómo se pierde la dignidad? Cómo se abandona el suelo de la empatía, el trato con un tú concreto, para convertirte en un engranaje, en una pieza al servicio de intereses de grupo, o, sencillamente, egoístas. Cómo se deja de ver la persona a quien destruyes, para ver una simple cifra o ni siquiera ver nada.
Ignoro si hay un paso decisivo, una línea que se cruza, un fino hilo que se rompe ... o si el proceso es tan gradual que no te has dado cuenta de que estás al otro lado.

Sea como fuere, estoy seguro de que se trata de una pendiente suave, deslizante, ante la que resulta más fácil y más cómodo dejarse caer, que poner freno.
Cada uno encuentra sus ventajas y su narcótico para disfrutar del placer de la caída sin despertar su conciencia, haciendo que permanezca embotada, o convencida de que cumple su deber. Unos se convencen de prestar un servicio necesario, que exige el sacrificio ajeno, por mucho que nos duela, como quien castiga a un hijo por un bien superior. Otros se entienden cobradores del pago a quienes han vivido por encima de sus posibilidades, o alejados del temor de Dios. En cualquier caso, tan sólo aplican consecuencias bien merecidas. Para los más pragmáticos, si no son ellos los que aplican estas medidas, serán otros y, como ha de ocurrir, mejor estar arriba que abajo.
También estoy seguro de que las justificaciones van en proporción inversa al tiempo y al tramo descendido. Cuanto más se hunde uno en el barro, menos le cuesta permanecer en él, menos ha de excusarse; inmerso en un ambiente de complicidad, sus preocupaciones se hacen tan superficiales como la competencia infantil por dominar o poseer.

Nadie es como los hermanos Malasombra, como Fu Manchú, que disfrutaban haciendo el mal por amor al mismo mal. ¿Dónde queda la fuente, dónde el tentador Maligno? Y el pensamiento, que trata de alcanzar profundidad hasta llegar a la raíz, en cuanto se ocupa del mal se ve frustrado, incapaz de encontrar nada. La banalidad del mal, nos enseñó Hanna Arendt, consiste en su falta de profundidad. Sólo el bien la posee y puede ser radical. Unos años antes, Karl Jaspers, hablando de los crímenes nazis, lo anticipa con estas terribles palabras: “Las bacterias pueden causar epidemias que devasten naciones enteras, pero siguen siendo simples bacterias.”

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