El domingo vi un programa
en televisión sobre las consecuencias de los recortes en ayudas a la
dependencia. Hablaban afectados, con sus historias pequeñas,
comprensibles y cercanas. Hablaba también un miembro de la Comisión
de Dependencia del Congreso y el director general del IMSERSO,
defendiendo ambos la necesidad de las medidas aplicadas. Se que
también tienen una historia humana, pero me resultaba
incomprensible, alejada. El mismo contraste de historias encuentro en
la educación, la compra de vivienda, la sanidad, las pensiones, la
aplicación de la justicia … Historias que me han despertado, una
vez más, el choque entre sacrificados y sacrificadores. Unido a una
inevitable pregunta, que me asalta desde hace tiempo: ¿cómo se pierde la dignidad? Cómo se abandona el suelo de la empatía, el
trato con un tú concreto, para convertirte en un engranaje, en una
pieza al servicio de intereses de grupo, o, sencillamente, egoístas.
Cómo se deja de ver la persona a quien destruyes, para ver una
simple cifra o ni siquiera ver nada.
Ignoro si hay un paso
decisivo, una línea que se cruza, un fino hilo que se rompe ... o si
el proceso es tan gradual que no te has dado cuenta de que estás al
otro lado.
Sea como fuere, estoy
seguro de que se trata de una pendiente suave, deslizante, ante la
que resulta más fácil y más cómodo dejarse caer, que poner freno.
Cada uno encuentra sus
ventajas y su narcótico para disfrutar del placer de la caída sin
despertar su conciencia, haciendo que permanezca embotada, o
convencida de que cumple su deber. Unos se convencen de prestar un
servicio necesario, que exige el sacrificio ajeno, por mucho que nos
duela, como quien castiga a un hijo por un bien superior. Otros se
entienden cobradores del pago a quienes han vivido por encima de sus
posibilidades, o alejados del temor de Dios. En cualquier caso, tan
sólo aplican consecuencias bien merecidas. Para los más
pragmáticos, si no son ellos los que aplican estas medidas, serán
otros y, como ha de ocurrir, mejor estar arriba que abajo.
También estoy seguro de
que las justificaciones van en proporción inversa al tiempo y al
tramo descendido. Cuanto más se hunde uno en el barro, menos le
cuesta permanecer en él, menos ha de excusarse; inmerso en un
ambiente de complicidad, sus preocupaciones se hacen tan
superficiales como la competencia infantil por dominar o poseer.
Nadie es como los
hermanos Malasombra, como Fu Manchú, que disfrutaban haciendo el mal
por amor al mismo mal. ¿Dónde queda la fuente, dónde el tentador
Maligno? Y el pensamiento, que trata de alcanzar profundidad hasta
llegar a la raíz, en cuanto se ocupa del mal se ve frustrado,
incapaz de encontrar nada. La banalidad del mal, nos enseñó Hanna
Arendt, consiste en su falta de profundidad. Sólo el bien la posee y
puede ser radical. Unos años antes, Karl Jaspers, hablando de los
crímenes nazis, lo anticipa con estas terribles palabras: “Las
bacterias pueden causar epidemias que devasten naciones enteras, pero
siguen siendo simples bacterias.”
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