25 de enero de 2025

PARTHENOPE (En torno a la película de Paolo Sorrentino)

 


En la mitología griega las sirenas no eran mitad peces, sino mitad aves. Aún así, estaban inseparablemente ligadas al mar, a sus aguas y a cuantos las transitaban. Este mito enmarca la película de Sorrentino de principio a fin. Ignorarlo cercenará buena parte de su contenido y restará claves decisivas para su comprensión. O tal vez no.

Parthenope era una sirena que, junto a sus hermanas Leucosia y Ligea, cautivaban a cuantos marineros caían dentro del círculo de sus encantos. Irremediablemente los conducían al naufragio, vital y de sus naves. Pero el astuto Odiseo, advertido por Circe y siguiendo sus consejos, logró zafarse de su trampa. Ellas no pudieron soportar el fracaso de su seducción, y sintieron tal deshonra que murieron de vergüenza. Parthenope, la más bella de las tres, fue arrastrada por la corriente hasta el islote de Megaride, donde se construyó un templo en su honor, y en torno a él una aldea que se transformó en una gran ciudad, la actual Nápoles.

 

La protagonista, siéndolo, no es una mujer, sino la sirena del mito. Por eso mismo Parthenope es Nápoles, y viceversa, Nápoles es la sirena que protagoniza la película, ligada al agua desde su nacimiento hasta su desconocido su final. Todo es agua, origen y sustento de cuanto existe, señaló Tales de Mileto; y puesto que todo está lleno de dioses, dice en otro fragmento, el agua es dios. Parthenope es agua, diosa necesaria para cuantos en ella han nacido y cuantos por ella se dejan cautivar y la habitan. Sin embargo, son bien conocidos el exceso y la volubilidad de las deidades griegas, tanto para lo bueno como para lo malo.

Heráclito parece participar en otro de los diálogos de la película: La belleza es como la guerra, abre todas las puertas. Poco después, subraya que Parthenope no se ha aprovechado de su belleza, con la cual podía haber logrado cuanto hubiese querido. La joven será objeto codiciado, deseado para satisfacer el egoísta impulso de poseer la belleza que ni poseemos, ni hemos sido capaces de crear. Por lo cual, una vez alcanzada será vomitada con fuerza, más temprano que tarde, puesto que siempre nos será ajena. Ante esta cosificación, provocada por ser ella lo que es, la más singular sirena, su defensa consiste en no aprovecharse, no emplear en su propio beneficio aquello que no puede evitar ser. Lo cual no significa que renuncie a su encanto, a esa parte del ineludible destino que le ha tocado en suerte.

Su atractivo no entiende de fronteras; mujer o varón, joven o viejo, pobre o rico, hetero u homo, consagrado o seglar, incluso familiar o ajeno, caen rendidos ante ella. Su propio hermano, Raimondo, quedará enredado entre sus encantos y los de Sandrino -su primer amor- hasta naufragar, como los marinos forzados a pasar entre Escila y Caribdis. Esta pesada carga tornará a Parthenope consciente de la dificultad, tal vez de la imposibilidad, de enlazar amor y libertad. Llegando a una dura conclusión: la libertad no puede tener otra compañera sino la soledad.

Indefinida, confusa, grotesca, y a pesar de todo, siempre digna. Nápoles duda entre sus inevitables pretendientes y sus amores, como duda entre un futuro dedicado al séptimo arte, siendo actriz, o dedicado al conocimiento más complejo y evanescente que puede adquirirse -el del ser humano- siendo antropóloga. Escoge lo segundo, tal vez porque el catedrático de la facultad donde estudia no cae rendido a sus pies y la desea, sino que la trata como a una igual. El profesor, junto a Cheever, -el escritor estadounidense que conoce en Capri- son las únicas personas que así la consideran, y con ellos se entabla una relación de genuino amor platónico: deseo de una belleza que está por encima de la sensible. Lo cual -paradójicamente- supone un cuestionamiento de la propia película, porque Sorrentino, como en La gran belleza, en La juventud, y en buena parte de Fue la mano de Dios, ha buscado la hermosura sensible en cada secuencia, en cada plano incluso.

Fluctúa también entre permanecer en su ciudad, en sí misma, o alejarse convirtiéndose en otro lugar y otra persona, aunque siempre con la vista puesta en el mar que la baña, del cual ha nacido y al que retornará. Sus contradicciones son omnipresentes, como muestran los diferentes personajes que la componen. Desde la camorra y sus familias, hasta la iglesia y sus cardenales, custodios del milagro de la renovación de la sangre de su patrón, san Gennaro. Pasando por una burguesía que desea universalizarse mediante un arte de vanguardia que no entiende lo más mínimo, a la par que venera a sus cómicos más provincianos.

El director nos ha mostrado a una sirena en la cima de su juventud durante todo el metraje, salvo los últimos minutos, en que la ha presentado hermosa pero ya septuagenaria. Como ha mostrado una ciudad, igual de hermosa y cautivadora. La cámara se ha recreado en ella de principio a fin, salvo la secuencia desarrollada en Capri, que no deja de ser un apéndice suyo, o su imagen en un espejo cóncavo. Pero cerca ya del final, y sin dejar de acariciarla embelesada, -como un burdo mirón- nos muestra a su profesor sellando el pacto de inteligencia que ambos mantienen implícito. Parthenope ha formulado con insistencia una pregunta a lo largo de varias secuencias, ¿qué es la antropología?, y su profesor, al fin, responde: La antropología significa ver verdaderamente. Ver es lo más difícil, porque sólo se ve con corrección cuando todo el resto desaparece. Y el resto es la juventud, la pasión y, por qué no, el amor.

Solamente entonces le desvela la hermosura de su hijo, la cual habéis de conocer vosotros mismos. Solamente entonces queda consagrada la paradoja que la sirena encarna. Su distante abatimiento, y a la par su cercana vitalidad, que llega hasta el arrebato y la muerte.

Sorrentino ha sido tan amante deseoso de la ciudad, como aprendiz de sirena que trata de cautivarnos con su belleza. Conmigo lo ha conseguido, y durante ciento treinta y seis minutos he sido Odiseo, salvado por la argucia de una butaca en la oscuridad. Un mirón deseante y tramposo, incapaz de lanzarse a las aguas sin fondo de la belleza.